Buenos Aires, la capital del tango, ostenta un reconocimiento mundial por este género que, desde sus orígenes a principios del siglo XX hasta su declaración como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO en 2009 (que comparte además con Montevideo), forma parte inseparable de su ADN porteño. Sin embargo, bajo esta gloria internacional, se esconde una paradoja: sus músicos y gestores culturales enfrentan precariedad, invisibilidad y desinterés estatal, sobreviviendo mayormente gracias a una sólida cultura de autogestión. Esta "nueva escena", desarrollada a lo largo de casi 30 años, se ha articulado desde abajo con valores de horizontalidad y producción propia, demostrando una vitalidad que, paradójicamente, las políticas culturales ignoran.